Tres poemas
inéditos.
En las noches veraniegas el calor
se oye.
La piel se ablanda como una red en
la corriente
y en los oídos queda vibrando el
canto de los grillos.
Te tirás en el pasto a sentir ese
manto irreal
de sonido que sube junto a la humedad.
En un segundo
grillos, constelaciones y latidos
se alinean.
Tirado, sentís ese pálpito inmenso
que la temperatura
vuelve más lento. Cerrás los ojos.
Tu mente titila,
¿o son las estrellas? ¿O es una
gota que acaba de caer en tu brazo?
Tu percepción, empapada en ese
punto, se deja alterar
por cada nueva gota que toca tu
piel. Quedate quieto
y sentí el olor a lluvia que
inquieta a los grillos y los electriza.
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En mi ojo hay una abeja negra
que arrastra, una por una,
las imágenes a mi corazón.
En medio de ese campanario
se deja aturdir y, conociendo la pauta
de mis latidos, hace ingresar la dulzura
del mundo. Su aguijón entra y sale
con suavidad, con violencia quieta,
y fija las imágenes dentro de mí,
que me voy convirtiendo en un panal
hermético, conflictivo e insomne.
En mí están la transición de la luz,
los bichos empastados en el barro,
la sequía enloqueciendo la lengua del perro.
¿No seremos nosotros los ojos sin párpados
de la tierra, llevando por doquier
retazos de una belleza que no alcanzamos
a traducir, ni a tener? ¿No seremos los encargados
de descender un día con su miel?
Fotógrafo de guerra
No sé dónde
estoy ni a quién tengo al lado. El gas lacrimógeno
nos hizo
salir corriendo a refugiarnos. Estoy contra una pared,
en un
rincón semiderruido de un colegio. Imagino que un chico
podría
haber estado parado acá mismo, hace unas semanas,
esperando
que su castigo terminara. Me tapo los ojos. Toso.
A veces la
gente que se tapa los ojos después de ver mis fotos. Siempre,
de un modo
o de otro, su mirada cambia al salir de las exposiciones.
Yo, en
cambio, nunca puedo salir. Es volver a casa, a mi estudio
a revelar
cientos de imágenes. Ver cómo va surgiendo
en el
cuarto oscuro, de esa bandeja de fondo rojo y acuoso,
una mirada
perdida que asoma apenas debajo de unas mantas,
quién sabe
en qué parte de Camboya. Como si tirara de una soga
para sacar
de un aljibe de otro siglo imágenes de éste.
Caras de
gente que hoy ya podría estar muerta. ¿Los miro
y se
mueren? A donde vaya me persigue la sospecha,
la culpa de
estarme aprovechando del dolor de los otros.
Me refriego
los ojos con este pañuelo lleno de polvo.
Necesito
ver pero ya no sé qué es lo que está frente a mí.
Me dijeron
que cuando me internaron en Bosnia,
en medio
del delirio pedí que rompieran mi cámara
y a mí me
quemaran vivo. A veces todo lo que hay es miedo.
Y no sólo a
que me maten, sino a que en vez de proteger
a los que
fotografío, los esté volviendo más vulnerables y expuestos.
Un
fotógrafo trabaja siempre con un ojo cerrado. Con ese mira
hacia
adentro y se identifica con lo que ve. Es el ojo de la compasión.
¿Cuánto de
mí quedó allá, en Bosnia, en Chechenia?
¿Cuánto de
Ruanda y Nicaragua está impreso en el reverso
de mis
ojos, en la superficie de mis sueños?
No estoy seguro
de si les doy una voz a los que no la tienen,
como se ha
dicho. Yo creo sobre todo en lo que dicen los gestos.
Recuerdo
ahora un poema de Sharon Olds. Es sobre un soldado
que muere
en la guerra de Irak haciéndoles a sus compañeros una seña
con la mano
para que no vayan por ese camino. Su esposa,
cuando lo
entierra, cree verlo entre la bruma nocturna haciendo
con unos
guantes blancos ese movimiento. Las fotos son un poco
como esa seña
fulgurante del poema de Olds: nos muestran
lo que está
más cerca del infierno haciendo ademanes
que para mí
significan: “Por acá no”. Cada vez que alguien
ve mis
trabajos, siempre se oye lo mismo: silencio.
Aprobación,
reprobación, disgusto, emociones encontradas.
No sé si
cambian el mundo. Todos hacemos cosas así,
pequeñas.
Sacamos una foto. Escribimos un poema.
Miramos a
alguien a los ojos. Hacemos un gesto.
En mis
fotos de Rumania, Sudáfrica, Afganistán
está lleno
de eso, de insignificancias que duraron un instante.
Ahora,
quien las vea va a ver lo que siente, va a ver lo que oye.
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