Las orejas del caballo
El cerco de ligustros es alto, no permite que veamos cosas ni personas del otro lado. Para eso lo han plantado los vecinos, que llegaron al barrio antes que nosotros, y lo mantienen con mucho riego y cuidan su forma con la tijera de podar. Lo agradecemos porque nos da reparo en el invierno y sombra en el verano. Con prolijidad nos esmeramos en podar el cerco de nuestro lado y a veces ayudamos a mantener la altura dando tijeretazos a ciegas, porque evitamos usar la escalera. No queremos inmiscuirnos en la intimidad de los vecinos. La intimidad no es lo de menos.
Hoy con mi hijo vimos un caballo en el patio del vecino. En verdad vimos las orejas del caballo que sobresalían del ligustro. No creo que fueran orejas solas, sin caballo. Llegamos a sospechar que el caballo se continuaba tras ellas, y no sólo por querer estar comprometidos con una realidad verosímil. Inventar un caballo sólo puede inventarlo la imaginación, y esto también era posible. Nuestro propósito fue ser justos con las orejas, para darles el caballo que se merecen, no cualquier caballo. Lo primero que hizo mi hijo fue pegar unos gritos bajo el ligustro, y sobre la marcha me puse a tijeretear el aire cerca de las orejas para conocer la verdadera convicción del caballo, en caso de que lo hubiera, y ciertamente lo hubo. Las orejas dieron un salto en sentido contrario y se perdieron de vista. Se oyó un trote y después nada. Me puse a pensar si el susto que se llevaron las orejas fue por nuestros gritos o si se dejaron impresionar por la tijera. Mi hijo fue más lejos. Arriesgó que nuestros pensamientos pudieron haberle causado una impresión negativa. Esto es lo terrible de los pensamientos.
(a David Birenbaum)
de Baile del artista rengo, Ediciones La Carta de Oliver, Buenos Aires, 2012
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