I
La poesía es una metafísica instantánea. En un breve poema tiene que dar una
visión del universo y el secreto de un alma, un ser y objetos, todo a la
vez. Si ella sigue simplemente el tiempo de la vida es menos que la vida;
sólo puede ser más que la vida inmovilizando la vida, viviendo a la vez la
dialéctica de las alegrías y las penas. Es entonces el principio de una
simultaneidad esencial en que el ser más disperso, más desunido, conquista
su unidad.
Mientras que todas las demás experiencias metafísicas se preparan con
interminables proemios, la poesía rehúsa los preámbulos, los principios, los
métodos y las pruebas. Rechaza la duda. A lo sumo requiere un preludio de
silencio. Ante todo, golpeando sobre las palabras huecas, hace callar la
prosa o los trinos que dejarían en el espíritu del lector una continuidad de
pensamiento o, de murmullo. Luego, después de las sonoridades vacías,
produce su instante. Para, construir un instante complejo, para insertar en
ese instante simultaneidades numerosas, el poeta destruye la continuidad
simple del tiempo encadenado.
En todo verdadero poema pueden hallarse, pues, los elementos de un tiempo
detenido, de un tiempo que no sigue la medida, de un tiempo que llamaremos
vertical, para distinguirlo del tiempo común que huye horizontalmente con el
agua del río, con el viento que pasa. De esto se desprende una paradoja que
es preciso enunciar con claridad: mientras que el tiempo de la prosodia es
horizontal, el tiempo de la poesía es vertical. La prosodia sólo organiza
sonoridades sucesivas: ajusta cadencias, administra fugas y emociones,
muchas veces, ¡ay! a destiempo. Al aceptar las consecuencias del instante
poético, la prosodia logra llegar a la prosa, al pensamiento explicado, a
los amores experimentados, a la vida social, a la vida corriente, la vida
que se desliza lineal, continua. Pero todas las reglas prosódicas no son más
que medios, viejos medios. El fin es la verticalidad, la profundidad o la
altura; es el instante estabilizado en que las simultaneidades, al
ordenarse, demuestran que el instante poético tiene una perspectiva
metafísica.
El instante poético es, pues, necesariamente complejo: conmueve, prueba
−invita, consuela−, es sorprendente y familiar. En su esencia el instante
poético es una relación armónica de dos opuestos. En el instante apasionado
del poeta siempre hay algo de razón; en el rechazo razonado, siempre queda
un poco de pasión. Las antítesis sucesivas comienzan a gustarle al poeta.
Pero para el arrobo, para el éxtasis, es preciso que las antítesis se
reduzcan a ambivalencia. Entonces surge el instante poético... Por lo menos
el instante poético es la conciencia de una ambivalencia. Pero es más, pues
es una ambivalencia excitada, activa, dinámica. El instante poético obliga
al ser a valorizar o a desvalorizar. En el instante poético, el ser asciende
o desciende, sin aceptar el tiempo del mundo, que volvería a reducir la
ambivalencia a la antítesis, lo simultáneo a lo sucesivo.
Podrá verificarse sin dificultad esa relación entre la antítesis y la
ambivalencia cuando se quiere entrar en comunión con el poeta que, con toda
evidencia, vive en un instante los dos polos de sus antítesis. El segundo
polo no es provocado por el primero.
Los dos polos nacieron juntos. A partir de ese momento se encontrarán los
verdaderos instantes poéticos de un poema en todos los puntos en que el
corazón humano puede invertir las antítesis. Más intuitivamente, la
ambivalencia bien trabada se revela por su carácter temporal: en lugar del
tiempo viril y, valiente que se lanza hacia adelante y rompe, en lugar del
tiempo suave y sometido que se lamenta y que llora, se tiene el instante
andrógino. El misterio poético es una androgínia.
II
Pero, ¿sigue siendo tiempo ese pluralismo de acontecimientos contradictorios
encerrados en un instante único? ¿Sigue siendo tiempo toda esta perspectiva
vertical que domina el instante poético? Sí, pues las simultaneidades
acumuladas son simultaneidades ordenadas. Dan una dimensión al instante por
cuanto le dan un orden interno. Por eso el tiempo es un orden y no es más
que eso. Y todo orden es un tiempo. El orden de las ambivalencias en el
instante es pues un tiempo. Y es ese tiempo vertical lo que descubre el
poeta cuando rechaza el tiempo horizontal, es decir, el devenir de los
demás, el devenir de la vida, el devenir del mundo. Son pues éstos los tres
órdenes de experiencias sucesivas que tienen que liberar al ser encadenado
en el tiempo horizontal:
Primero: acostumbrarse a no referir el tiempo propio al tiempo de los demás
− romper los cuadros sociales de la duración;
Segundo: acostumbrarse a no referir el tiempo propio al tiempo de las cosas
− romper los cuadros fenomenales de la duración;
Tercero: acostumbrarse −dura prueba− a no referir el tiempo propio al tiempo
de la vida, dejar de saber si late el corazón, si brota la alegría − romper
los cuadros vitales de la duración.
Sólo entonces se alcanza la referencia autosincrónica en el centro de uno
mismo, sin vida periférica. De pronto se borra toda superficial
horizontalidad. El tiempo ya no fluye. Brota.
III
Para retener o, más bien, para volver a encontrar ese instante poético
estabilizado, hay poetas, como Mallarmé, que directamente maltratan el
tiempo horizontal, que invierten la sintaxis, que detienen o desvían las
consecuencias del instante poético. Las prosodias complicadas ponen piedras
en el arroyo para que las ondas pulvericen las imágenes fútiles, para que
los remolinos destrocen los reflejos. Leyendo a Mallarmé con frecuencia se
tiene la impresión de un tiempo recurrente, que aparece para finalizar
instantes ya pasados. Se vive, entonces, con atraso, los instantes que ya
debían haberse vivido: sensación tanto más extraña cuanto que no participa
de ningún pesar, de ningún arrepentimiento, de ninguna nostalgia.
Simplemente está hecha de un tiempo trabajado, que a veces sabe hacer
preceder el eco a la voz y poner el rechazo en la confesión.
Otros poetas, más felices, captan naturalmente el instante estabilizado.
Baudelaire ve, como los chinos, la hora en los ojos de los gatos, la hora
insensible en que la pasión es tan completa que desdeña realizarse: "En el
fondo de sus ojos adorables siempre veo con nitidez la hora, siempre la
misma, una hora vasta, solemne, grande como el espacio, sin división en
minutos, segundos, una hora inmóvil que no está marcada en los relojes...".
Para los poetas que realizan de esta manera el instante con holgura, el
poema no se desenvuelve, se anuda, se teje, nudo a nudo. Su drama no se
efectúa. Su mal es una flor tranquila.
En equilibrio sobre la medianoche, sin esperar nada del hálito de las horas,
el poeta se aligera de toda vida inútil; experimenta la ambivalencia
abstracta del ser y del no ser. En las tinieblas ve mejor su propia luz. La
soledad le trae el pensamiento solitario, un pensamiento que no se distrae,
un pensamiento que se eleva, que se tranquiliza exaltándose con pureza.
El tiempo vertical se eleva. A veces también se hunde. Medianoche, para
quien sabe leer El Cuervo ya nunca volverá a sonar horizontalmente. Suena en
el alma descendiendo, descendiendo... Raras son las noches en que tengo el
valor de ir hasta el fondo, hasta la duodécima campanada, hasta la duodécima
herida, hasta el duodécimo recuerdo... Entonces vuelvo al tiempo chato;
encadeno, me reencadeno, vuelvo junto a los vivos, a la vida. Para vivir
siempre hay que traicionar a los fantasmas...
En el tiempo vertical −descendente− se escalonan las peores penas, las penas
sin causalidad temporal, las penas agudas que atraviesan un corazón sin
motivo, sin languidecer jamás. En el tiempo vertical -ascendente- se
consolida el consuelo sin esperanza, ese extraño consuelo autóctono, sin
protector. En suma, todo lo que nos desliga de la causa y de la recompensa,
todo lo que niega la historia íntima y el deseo mismo, todo lo que
desvaloriza al mismo tiempo el pasado y el futuro, se halla en el instante
poético.
¿Quiérese el estudio de un pequeño fragmento del tiempo poético vertical?
Tómese el instante poético de la nostalgia sonriente, en el momento mismo en
que la noche se duerme y estabiliza las tinieblas, en que las horas apenas
respiran, en que la soledad por sí sola es va un remordimiento. Los polos
ambivalentes de la nostalgia sonriente, casi se tocan. La menor oscilación
sustituye el lino por el otro. La nostalgia sonriente constituye, pues, una
de las ambivalencias más sensibles de un corazón sensible. Pues se
desarrolla con toda evidencia en un tiempo vertical, ya que ninguno de los
dos elementos: sonrisa o nostalgia, es antecedente. El sentimiento es acá
reversible o, mejor dicho, aquí la reversibilidad del ser se ha
sentimentalizado: la sonrisa tiene nostalgias, y la nostalgia sonríe, la
nostalgia consuela. Ninguno de los tiempos expresados sucesivamente es causa
del otro; y esto constituye la prueba de que están mal expresados en el
tiempo sucesivo, en el tiempo horizontal. Sin embargo, de uno a otro hay un
devenir, un devenir que sólo puede experimentarse verticalmente,
ascendiendo, con la impresión de que la nostalgia se aligera, que el alma se
eleva, que el fantasma perdona. Ahora florece verdaderamente el infortunio.
Un metafísico sensible hallará aquí, en la nostalgia sonriente, la belleza
formal del infortunio. Comprenderá en función de la causalidad formal, el
valor de desmaterialización en que se reconoce el instante poético. Una
prueba más de que la causalidad formal se desenvuelve en el interior del
instante, en el sentido de un tiempo vertical, mientras que la causalidad
eficiente se desenvuelve, en la vida y en las cosas, horizontalmente,
agrupando instantes con intensidades distintas.
Naturalmente, en la perspectiva del instante, se puede experimentar
ambivalencias de mayor alcance: "Siendo niño, sentí en mi corazón dos
sentimientos contradictorios: el horror a la vida y el éxtasis de la vida".
Los instantes en que esos sentimientos se sienten conjuntamente, inmovilizan
el tiempo, porque se experimentan juntos ligados por el interés fascinante
en la vida. Sustraen al ser de la duración común. Tal ambivalencia no puede
describirse en tiempos sucesivos, como un vulgar balance de las alegrías y
de las penas pasajeras. Contrastes tan agudos, tan fundamentales, proceden
de una metafísica inmediata. Se vive su oscilación en un solo instante, por
éxtasis y caídas que hasta pueden hallarse en oposición con los sucesos. La
aversión a la vida nos sobreviene en pleno gozo con la misma fatalidad que
el orgullo en el infortunio. En los temperamentos cíclicos que se
desenvuelven en la duración habitual, siguiendo a la luna, los estados
contradictorios no ofrecen más que parodias de la ambivalencia fundamental.
Sólo una psicología profundizada del instante podrá darnos los esquemas
necesarios para comprender el drama poético esencial.
Por otra parte, es notable que uno de los poetas que más intensamente
captaron los instantes decisivos del ser, sea el poeta de las
correspondencias. La correspondencia baudelairiana no es, como a menudo se
sostiene, una simple transposición que proporcionaría un código de analogías
sensuales. Es una suma de un ser sensible en un instante único. Pero las
simultaneidades sensibles que reúnen los perfumes, los colores y los
sonidos, no hacen más que provocar simultaneidades más remotas y más
profundas. En esas dos unidades de la noche y de la luz se encuentra la
doble eternidad del bien y del mal. Lo que hay de "vasto" en la noche y en
la claridad, por otra parte, no debe sugerirnos una visión espacial. La
noche y la luz no son evocadas por su extensión, su infinito, sino por su
unidad. La noche no es un espacio. Es una amenaza de eternidad. Noche y luz
son instantes inmóviles, instantes negros o claros, alegres o tristes,
negros y claros, tristes y alegres. Nunca el instante poético ha sido más
completo que en este verso, en que puede asociarse a la vez la inmensidad
del día y de la noche. Nunca se ha hecho sentir tan físicamente la
ambivalencia de los sentimientos, el maniqueísmo de los principios.
En el camino de esta meditación, de pronto se llega a esta conclusión: toda
moralidad es instantánea. El imperativo categórico de la moralidad no tiene
nada que ver con la duración. No retiene ninguna causa sensible, no espera
ninguna consecuencia. Va directamente, verticalmente en el tiempo de las
formas y de las personas. El poeta es entonces el guía natural del
metafísico que quiere comprender todos los poderes de enlaces instantáneos,
la fuga del sacrificio, sin dejarse dividir por la grosera dualidad
filosófica del sujeto y el objeto, sin dejarse detener por el dualismo del
egoísmo y del deber. El poeta anima una dialéctica más sutil. Revela a la
vez, en el mismo instante, la solidaridad de la forma y de la persona.
Demuestra que la forma es una persona y que la persona es una forma. La
poesía se convierte así en un instante de la causa formal, un instante de la
potencia personal. Se desentiende entonces de lo que rompe y de lo que
disuelve, de una duración que dispersa ecos. Busca el instante. No necesita
más que el instante. Crea el instante. Fuera del instante no hay más que
prosa y canción. Es en el tiempo vertical de un instante inmovilizado donde
la poesía encuentra su dinamismo específico. Hay un dinamismo puro de la
poesía pura. Es el que se desarrolla verticalmente en el tiempo de las
formas y de las personas.
http://adamar.org/ivepoca/node/1500
PABLO DEMA ( GENERAL CABRERA,CÓRDOBA,1979 )
Hace 6 años